martes, 5 de marzo de 2013


 


NUEVA YORK- El helicóptero que transportó al papa Benedicto XVI hacia su retiro dejó atrás a un catolicismo en crisis. Eso dicen sus detractores, sus admiradores y todos los que están en el medio. La Iglesia necesita que su nuevo pontífice le aplique "terapia de shock", escribe un observador. El catolicismo enfrenta su peor crisis "desde la Revolución Francesa", argumenta otro. "Nunca, desde la Reforma -dice un tercero- la Iglesia había sido sacudida hasta los cimientos de esta forma."
Hasta cierto punto, que se hable de crisis está justificado. A la tendencia al debilitamiento de las fe institucionales en el mundo Occidental, la Iglesia Católica sumó escándalos, anquilosamiento y una estrategia comunicacional que parece pensada para ganarse los titulares de 1848.
La reputación del catolicismo empeoró desde la llegada de Benedicto XVI al papado, y su temprana e inédita abdicación es señal de que el papa emérito lo sabe.
Pero para evaluar su legado, vale la pena considerar la situación de la Iglesia a fines de los 70. En Estados Unidos, esa década estuvo marcada no sólo por un debilitamiento de la vida institucional de la Iglesia, sino por un colapso mayúsculo. Miles de sacerdotes y monjas dejaban los hábitos cada año. La asistencia a misa había caído a la mitad en el lapso de apenas una generación. La Iglesia enfrentaba la rebelión de los tradicionalistas que pedían la misa en latín, mientras del otro lado los teólogos progresistas planeaban confiadamente un tercer Concilio. A la debilidad institucional se le sumaba la laxitud moral y algo peor: los abusos sexuales.
Detrás de todas esas tendencias estaba la generalizada sensación de que la identidad católica podía ser presa de quien la quisiera, y que después de haber dejado la misa en latín y la abstinencia de carne de los viernes, la Iglesia estaba lista para nuevas revoluciones, un cisma, o ambas cosas.
En su carrera posterior, primero como policía doctrinario de Juan Pablo II y luego como su sucesor, la labor de Joseph Ratzinger fue volver a establecer lo que realmente era el catolicismo. Y fue un programa de acción mayormente asertivo: sí, la Iglesia sigue creyendo en la resurrección, la Santísima Trinidad y la Inmaculada Concepción. Sí, la Iglesia se sigue oponiendo al aborto, al divorcio y al sexo extramatrimonial. Sí, la Iglesia se sigue considerando la única fe verdadera. Y sí, la Iglesia cree que sus enseñanzas son compatibles con la razón, el saber y la ciencia.
Es comprensible que ese proyecto le haya ganado a Ratzinger muchos enemigos. Lo convirtió en un traidor de su camada, ya que debió disciplinar a teólogos que habían sido sus colegas. También hirió a católicos que no podían reconciliar las enseñanzas de la Iglesia con sus vidas después de la revolución sexual. Y obviamente no solucionó el amplio desafío cultural que enfrenta el cristianismo institucional en Occidente.
Pero ese programa sí logró estabilizar al catolicismo, en especial en Estados Unidos, y hasta un punto que hace 40 años no era para nada evidente. La asistencia a misa detuvo su caída y se equilibró. El número de vocaciones también se estabilizó, y el interés por la vida religiosa aumentó durante la última década.
Más allá de todos los problemas del catolicismo, a las iglesias cristianas que no tuvieron un Ratzinger -las que insistieron en ese espíritu de la década del 70 y no reafirmaron su núcleo doctrinario- les fue peor. Hay millones de católicos alejados de la Iglesia, pero el Vaticano tiene una tasa de retención mucho más alta que la mayoría de las iglesias protestantes. De hecho, es difícil encontrar una institución religiosa donde las ideas progresistas que exigen los detractores de Ratzinger hayan servido para aumentar su vitalidad.
Eso no implica que una versión ulterior de reforma, una síntesis inesperada de tradición e innovación, pueda ser útil también para el catolicismo. Y si ese camino existe, Benedicto XVI probablemente no haya sido el guía apropiado para encontrarlo. Pero sirvió para que algo reconocible como cristianismo católico llegara vivo al tercer milenio. Para un solo hombre, en una sola vida, es más que suficiente.

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